El domingo pasado, me senté en un banco mirando al mar. Necesitaba desconectar, me sentía saturada. Mi mirada se perdía en el azul brillante del agua, me envolvía el sonido relajante de las olas. El sol calentaba pero no era excesivo, de eso se encargaba una brisa que revoloteaba con suavidad refrescando el aire.
No había necesidad de mirar el reloj, el adelanto de una hora, no se notaba. No había ruido de coches, ni de otro tipo; sólo se escuchaba, el de la naturaleza, que invitaba precisamente a no pensar, a rendirse a la contemplación y a la belleza del paisaje. Pasó un buen rato, miré el reloj y para mi sorpresa había pasado una hora.
Me fijé en que los rayos del sol brillaban de tal manera sobre el azul del agua que ésta parecía un espejo dorado. En ese mismo instante, escuché una voz que me preguntaba, ¿crees en Dios? Toda yo estaba en el color dorado que se movía onduladamente y alguien me hablaba. Me sentía torpe, lenta de movimientos, y por supuesto de pensamiento. Sonreí y le miré a los ojos mientras evaluaba qué debía decir. Quería estar sola y si le hablaba al hombre, supondría una conversación larga en la que intentaría contarme las excelencias de creer en Dios. No estaba para conversaciones filosóficas, ni religiosas.
¡Qué dilema! Si le decía que creía en Dios, estaba dejando la puerta abierta a confraternizar aunque dudaba de que en el enfoque fuera el mismo en ambos; si le decía que no, era un pasillo de entrada a una charla de sinsentidos, sobre todo, porque creo en Dios y no tenía ganas de dejarme convencer de que estaba equivocada.
El sol seguía brillando, el mar se movía suavemente al compás de las olas y tenía que dar una respuesta. Finalmente, le dije que creía en Dios pero que no era el momento adecuado hablar de ello. No me sentía con ganas de charlar largo y tendido con él. El hombre se marchó y me dediqué a observar a mis vecinos de bancos. El hombre se había dirigido a mi, no al resto de las personas. No quise pensar qué le había decidido acercarse a mi.
Mi mirada se volvió al azul del mar, al verde de Igeldo y la isla de Santa Clara. Pensé en moverme en cuanto escuchara el sonido de las campanas anunciando que eran las cuatro. No las oí; sin embargo, en ese momento, escuché una voz alegre que decía, no te quemes. Seguí en mi mundo y volví a escuchar, no te quemes. Me giré y al hacerlo, me encontré con la amplia sonrisa de una amiga que me estaba saludando. Me levanté, nos saludamos. Estuvimos un ratito charlando y tomando direcciones opuestas nos despedimos.
Mientras seguía mi camino, me acordé del hombre ¿habría encontrado a alguien dispuesto a charlar un buen rato? No deja de ser una buena manera de pasar un domingo, si te apetece escuchar otros enfoques y puntos de vista diferentes al que tienes, no teniendo otras ocupaciones a la vista.
Recordé otras dos ocasiones en que dos mujeres me pararon por la calle. La pregunta era la misma. En ambas ocasiones, charlé con ellas hasta me preguntaron a qué me dedicaba, no debió de gustarles porque cortaron la conversación con bastante rapidez.
Al final, el encuentro y la pregunta rondaban en mi cabeza. No existen las casualidades, luego hay un porqué en esta situación. También en la frase de mi amiga, que aunque se refería al sol, por qué no tomarlo en el sentido de no darle vueltas a la cabeza. El replantearnos ideas, creencias, no deja de ser una manera de afirmar o de cambiar el enfoque que tenemos hacia ellas. Nos invita a pensar, a reflexionar y eso siempre es positivo. Le estoy agradecida a este hombre, pues además de ser muy amable conmigo, él sin saberlo, ha conseguido que pensara en su pregunta. Debo decir que sigo pensando y creyendo lo mismo que siempre.
¿Con qué sorpresa me encontraré este fin de semana? Estoy abierta a todas las que vengan, siempre y cuando sean positivas. De momento, ya tengo una para mañana, un rato de charla con una amiga a la que hace tiempo que no veo antes de ir a trabajar. Seguro que habrá muchas más y espero disfrutar de ellas.
La foto es de un mandala mío que se llama Cruz violeta.